Cuánto cuesta, a menudo, canalizar las emociones. Que nos lo digan a nosotros, los futboleros de pro. No nos libramos ni los seguidores del equipo más grande del mundo, oye. Nos empatan un partido, el árbitro ignora un penalti a nuestro favor, y se desata nuestra histeria colectiva. Era gracioso ver cómo mi timeline anoche estallaba de rabia, de pesimismo, y hasta de odio en algunas ocasiones. Bueno, en ese momento, muy gracioso no era, que yo me incluía entre ellos. Suerte que perdí la costumbre de morderme las uñas…
Recuerdo mis primeras clases en periodismo, en las que me desmontaron por completo el mito de la objetividad en nuestro trabajo. ¿Cómo vamos a ser objetivos, si todos y cada uno de nosotros somos sujetos? Hay momentos en los que necesitamos expresar nuestras emociones. Pero siempre, sin perder la racionalidad que nos caracteriza como seres humanos. Perderla supondría llegar al punto de soltar barbaridades que seguramente más tarde nos arrepentiríamos. Hubo gente que anoche deseaba la muerte de un colectivo por un gol que le habían marcado a su equipo. No hay que sacarle más hierro al asunto, todo sería -quiero pensar- fruto de un impulso. Sin embargo… ¡seny, que diríamos, por favor!
Twitter es como una cafetería en la que todo el mundo dice la suya, concluía recientemente Enric Xicoy, mi profesor de #introperiodisme, en el diario ARA. No sé cuántos tweets se deben enviar por segundo, pero la cifra seguramente marearía. Mensajes que van y se contestan y se responden y se reenvían y se generan más y… esto es un desfile de mensajes que alcanza velocidades que nos asustarían si nos parásemos a pensarlo.
Somos lo que pensamos y decimos. Así pues, ¿y si nos lo tomásemos todo con un poco de calma y contásemos hasta diez antes de darle a Enviar? ¿Y si le damos al pause a nuestra rabia durante unos segundos y pensamos antes de hablar y de caer en hooliganismos? Y yo, la primera que lo hará a partir de ahora. Que el mundo ya está lo bastante loco.